En el Estado español, la clase trabajadora parece vivir un momento de impasse. Por un lado, asistimos al lento desmoronamiento del estado del bienestar y, en general, al estancamiento o empeoramiento progresivo de las condiciones de vida del proletariado. Al deterioro de los salarios reales, agudizado por la inflación, la intensificación de los ritmos de trabajo o la creciente precariedad, se suma el desgaste de los servicios públicos, algunos de ellos especialmente sangrantes, como la sanidad. Retroceden las libertades políticas, y el Estado rearma su orientación belicista, en un contexto de aumento de las tensiones imperialistas. En el ámbito internacional, las contradicciones se agudizan en distintos planos: tensiones geopolíticas, cambio climático, y una situación de inestabilidad económica que amenaza con desembocar en una nueva crisis.
Pero por el otro lado, la crisis no acaba de llegar. El crecimiento económico, aunque débil, se mantiene, aumenta el empleo (aunque recordemos que ni el PIB ni las horas trabajadas han recuperado todavía los niveles prepandemia), y la socialdemocracia, ansiosa por vender sus bondades antes de las elecciones, se apresura a anunciar nuevas políticas de corte social. Al mismo tiempo, las facciones progresistas de la intelectualidad burguesa proclaman un cambio de paradigma, con la muerte del neoliberalismo y el surgimiento de una Unión Europea más keynesiana, más flexible, que refuerce la integración e implemente políticas más intervencionistas.
Sabemos que el proceso de acumulación capitalista toma la forma de ciclos, que alternan fases de expansión con momentos de crisis. La existencia de crisis no depende de la gestión más o menos correcta del gobierno o la configuración institucional vigente (aunque por supuesto estos elementos afecten en su concreción), sino que es inherente al funcionamiento del modo de producción capitalista. En las distintas fases del ciclo la coyuntura cambia: las capacidades del capital para mejorar las condiciones de la clase obrera aumentan en las fases expansivas, y retroceden en los momentos de crisis, cuando aumenta el desempleo y los capitales redoblan la presión por aumentar la explotación ante sus problemas de rentabilidad. Lo que la la clase trabajadora gana en un momento bajo el dominio del capital, puede perderlo en el siguiente.
Más allá de eso, sin embargo, es necesario analizar las dinámicas y tendencias que subyacen a los ciclos y sus fases. Aunque el capital va a seguir teniendo fases de relativa expansión, entendemos que avanzamos hacia una progresiva agudización de las contradicciones, con el aumento de la miseria y de la población a la que el capital no puede emplear de forma productiva, el incremento de la explotación, la pérdida de derechos sociales y políticos, los efectos destructivos de la crisis climática y la destrucción de ecosistemas, o la intensificación de las tensiones imperialistas.
No podemos despreciar la capacidad que sigue teniendo el capital y el Estado para integrar a importantes capas de la clase trabajadora, y para proporcionar, a pesar de la creciente explotación, unas condiciones de vida mínimamente habitables a muchos obreros y obreras, que dificultan que éstos se revelen ante su situación. A pesar del deterioro del estado del bienestar, el Estado actual parece aumentar su participación en la reproducción de la existencia de la clase trabajadora, no proveyendo de derechos amplios, sino gestionando la miseria, garantizando unas condiciones mínimas a una población crecientemente sobrante a las necesidades medias de reproducción del capital. Vemos esto, por ejemplo, en las políticas de vivienda y suministros básicos vinculadas al «escudo social», o en el ingreso mínimo vital.
Es tarea de las militantes comunistas el señalar este papel perverso del Estado, denunciando la miseria de la explotación capitalista y el engaño que suponen las posiciones socialdemócratas, que aspiran a cogestionar el Estado burgués y construir un compromiso entre el capital y el proletariado. Porque no hay compromiso posible. En el momento histórico presente, las posiciones socialdemócratas no pueden ofrecer en el medio plazo mejoras sustanciales a la clase trabajadora, sino únicamente migajas, parches y reformas parciales destinadas a resquebrajarse en cada momento de crisis.
En este contexto, un 1 de mayo como hoy, reivindicamos las luchas de la clase trabajadora y la necesidad de que ésta se fortalezca y supere progresivamente sus límites inmediatos, rompiendo con el dique de contención del reformismo y apuntando hacia la ruptura con el orden burgués. Las luchas del proletariado -y no circunscribimos estas únicamente a su expresión sindical- no son revolucionarias en sí mismas, pero en ellas está la semilla del desarrollo de la lucha de clases y su transformación en lucha revolucionaria. Es nuestra tarea introducir las mediaciones necesarias para que eso pueda ocurrir.